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Estamos ante un cine que parte de un clasicismo de base en sus aparentes postulados de puesta en escena pero que se mueve ya en el terreno de la voluntad de superación de ese clasicismo, en ese ámbito que se dio en llamar la modernidad cinematográfica, ese cine autoconsciente que proliferó a partir de la irrupción de la nouvelle vague y que cambiaría los modos —y los modales— de la narración fílmica, mucho menos encorsetada en todos los sentidos». Así se refiere el ensayista, escritor y cineasta catalán Enric Alberich en relación a la obra de
Louis Malle (1932-1994) en la introducción de una monografía que cubre un hueco a nivel bibliográfico en lengua castellana que puede sorprender si lo comparamos con el volumen de escritos sobre sus coetáneos, los cineastas surgidos de la redacción de
Cahieurs du cinéma que dieron carta de naturaleza a la
nouvelle vague. De este movimiento participó de manera tangencial Malle con algunos de sus primeros trabajos para el medio cinematográfico —parcialmente
Ascensor para el cadalso (1958), y
Zazie en el metro (1959)— pero al medio plazo el realizador se dejó llevar por su carácter ecléctico, receptivo a un arco de intereses —como bien apunta el propio Alberich— bastante más amplio que el de sus coetáneos, en el que «cohabitan» su devoción por el jazz —perceptible en los
scores de buena parte de su filmografía—, el surrealismo, la poesía, el realismo mágico y tantas otras derivadas de la cultura contemporánea.
Siguiendo el dictado de la estructura inherente a la colección Signo e Imagen / Cineastas del sello madrileño Cátedra Ediciones, Alberich concentra el cuerpo central de su monografía al análisis de cada uno de los veintitrés largometrajes —incluidos sus documentales El mundo en silencio (1956), codirigido por el oceanógrafo francés Jacques-Yves Cousteau, y Calcutta (1969)— que jalonan su obra fílmica, tratando de ofrecer una panorámica crítica que, en cierta manera, logre sortear determinados lugares comunes y rebatir —con finura pero no exenta de contundencia— aquellos argumentos (poco elaborados y/o en exceso esquemáticos) expresados por colegas de profesión en revistas especializadas y en diarios de la época en que fueron estrenadas sus películas, sobre todo durante los años sesenta y setenta. En esa «dialéctica» Alberich trata de afianzar un
discurso reivindicativo en torno a la obra de Louis Malle, pero sin por ello evitar la «glorificación» cintas como
Black Moon (1975) —«
El unicornio» para su edición en formato digital— cuyo afán intelectual salpimentado de referencias místicas y mitológicas acaba por
devorar a la propia «criatura» cinematográfica. En cambio, si eleva la consideración de propuestas del calado de
Vida privada (1961), un ejercicio de estilo que Alberich evalúa como imperfecto, pero que su contenido cobra plena vigencia sesenta años después de su realización. La cinta en cuestión contribuiría a potenciar el mito sobre
Brigitte Bardot, quien volvería a repetir con Malle en
¡Viva María! (1965), la que se corresponde conforme a su primera incursión en la cinematografía estadounidense, a modo de avanzadilla de su establecimiento en suelo norteamericano desde finales de los años setenta hasta mediados de la década siguiente. En este periodo Malle, lejos de renunciar a las temáticas que definen su cine, mostró trabajos reactivos al
stablishment con propuestas que hoy en día resultaría una empresa titánica financiar, caso de
La pequeña (1978) —envuelta de polémica merced a uno de los asuntos tratados, el de la paedofilia—,
Alamo Bay (1985),
Atlantic City (1980) y su canto de cisne
Vania en la calle 42 (1994), estas últimas interconectadas en virtud de su reflexión en torno al paso del tiempo y la decrepitud. Cuestiones abordadas con el tacto y la sabiduría de un cineasta que asimismo fijó su mirada en esos paraísos perdidos, el de la infancia y el de la adolescencia, que trascienden en films con un (alto) voltaje autobiográfico,
Lacombe Lucien (1974) y
Adiós, muchachos (1987), dos de los puntales en los que se sustenta, aún a día de hoy, el prestigio crítico de Louis Malle, procedente de una familia de clase media-alta francesa. No obstante, como si se trata del Cosimo di Rondò de
El barón rampante de Italo Calvino, observó desde la copa de un árbol imaginario a esa sociedad conformada por adultos en que reina la hipocresía, de la que no perdería detalle a la hora de armar narraciones —buena parte de las cuales nacidas de novelas u obras teatrales preexistentes, de Pierre Drieu La Rochelle a Anton Chejov, pasando por Josephine Hart o Dominique Vivant Denon— que estimulan a pensar que Malle fue un avanzado a su tiempo y por ello un tanto incomprendido por un amplio sector del público que acudía al estreno de sus películas, y asimismo por parte de una crítica enrrocada en lecturas concebidas a ras de suelo, sin atender a lo que se
mueve por debajo de la superficie. Asuntos de los que se ocupa Alberich en su más que recomendable monografía en torno a un cineasta inclasificable que responde al nombre de Louis Malle.•